Fuente: Moisés Puente
Fotografía: Luis Díaz
Esta modesta segunda residencia se sitúa en Villarroañe, un pequeño pueblo de unos 150 habitantes a orillas del río Esla, en la provincia de León. La etimología del topónimo Villarroañe se remonta a la conquista romana, cuando un centurión galo afincado en el campamento romano de Legio VII (la actual ciudad de León), construyó una villa a orillas de un río que se le antojaba parecido al Ródano (Villarroañe sería, pues, una deformación de Villa Ródano).
El solar —un antiguo huerto a las afueras del pueblo— estaba cercado con un muro construido precariamente con tapial y cascotes y contaba con algunos árboles frutales y unos nogales añejos. Desde el huerto se disfruta tanto de la vegetación existente de la fértil ribera del Esla como de unas vistas lejanas del río.
Sin apenas referencias de los vecinos se hacía difícil establecer diálogo alguno con las construcciones preexistentes ni seguir alguna alineación. Por tanto, la casa establece su juego autónomo de referencias que responden a su situación en el antiguo huerto: paralela a la calle, sin pegarse al linde, aprovecha la privacidad que ofrece el antiguo y precario muro de cierre del huerto para abrirse a las vistas hacia el río. El volumen se sitúa en un ángulo del terreno para no tener que talar ningún árbol y para dejar el máximo espacio libre de jardín y lugares para poder celebrar comidas y fiestas familiares.
Lo inacabado, lo crudo, no se entiende aquí como una estrategia a priori, sino como una respuesta a dos solicitaciones, una de índole económica y otra cultural. Por un lado, el modesto presupuesto disponible para la obra obligaba a tener que trabajar con materiales y procesos de puesta en obra relativamente económicos y ejecutados por manos no excesivamente diestras, como un ladrillo corriente no visto, que más tarde se pintaría de blanco, y un mínimo trabajo en las juntas del aparejo, dejando las rebabas de cemento gris sin rejuntar, de modo que con pocos recursos se consiguiera cierta textura en los paramentos exteriores. También por las mismas razones, los techos se dejaron con las bovedillas de hormigón a la vista, que los propios habitantes se encargaron de pintar. Por otro lado, estas operaciones de manejo de materiales comunes y las diferentes diferencias de textura tienen un transfondo cultural: hacerse eco de los parámetros inacabados y los dinteles vistos de hormigón prefabricado (que en esta casa zunchan todo el volumen) de las cuadras y los cobertizos agrarios de la zona, recuperando unas tradiciones locales que, tan extendidas como poco consideradas, conforman un signo distintivo en el paisaje de las llanuras castellanas. La vibración conseguida en los paramentos tenían como referente los parámetros de fábrica de ladrillo de los edificios rurales de Escania que tan bien consiguieron adaptar en sus obras Sigurd Lewerentz y Karl Anselm.
Y, por último, se entiende aquí lo inacabado —aplicado a otros ámbitos del proyecto, como las verjas de la finca, las casetas de apeos o el no tratamiento del huerto existente— como una estrategia de no imposición por parte del arquitecto hacia los habitantes, dejando espacio para que estos puedan intervenir directamente en decisiones de diseño y acabado de su propia casa, y limitando la labor del arquitecto a una carcasa tectónica que los usuarios complementarán con aderezos, temporales o no.
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