Por Carlos Garmendia Fernández
Fotografía: Pedro Pegenaute
No sé vosotros pero yo ya estoy cansado de proyectos de interiorismo de papel maché, de bares y restaurantes que, en algún momento del camino, confundieron la sinceridad constructiva, el reciclaje y el respeto por lo preexistente con los fuegos de artificio. Estoy cansado de comercios que esconden una idea inexistente mediante capas y capas de estampado, espejos y toda la carta RAL de colores, cansado de discursos vacíos en busca de la imagen de espacio de moda, de interiores que difícilmente sobrevivirán más de un lustro y cansado de ver como estos ejemplos se comen día a día a interiorismos reales y sinceros, de esos de los que muchos nos enamoramos una vez descubrimos que había vida más allá de los museos y palacios de congresos.
Quizás en parte por este agotamiento agradezco todavía más proyectos de mínimos, de esos que, en total contraposición a lo arriba señalado, basan su fuerza en esa mal llamada simpleza, se apoyan en una idea, en un concepto claro al que se somete cada parte, cada espacio y cada detalle. Quede por delante que este alegato, personal y subjetivo, no es un ataque al ornamento ni muchísimo menos (y mi visión sobre esto la explica perfectamente este artículo de Iñigo García Odiaga “Minimalismo ornamental”), es un órdago contra la falta de sinceridad, un grito contra el maquillaje vacío de razón y en favor de la coherencia, coherencia reducida en tantos casos a mera imagen “instagrameable”.
Y dicho esto, me toca justificar las bondades de los conceptos que defiendo. En esta ocasión mediante un proyecto que creo aúna gran parte de esas ideas. Un proyecto de esos que se podrían explicar sin necesidad de contarlo, sólo mirando una planta y una sección. O ni eso.
Y es que lo fabuloso de esta obra es conseguir que, trabajando precisamente al unísono en planta y en sección, todo el espacio se ordene mediante un único plano horizontal y trabajar después a destajo para que nada distraiga al observador de que eso es así.
He leído muchas veces lo difícil que resulta que un proyecto parezca sencillo y desde mi corta experiencia productiva he podido comprobarlo una y otra vez. Para llegar a una obra como ésta hace falta destreza pero, sobre todo, empeño. Para poder ejecutar algo tan simple a la vista, la complejidad oculta es bestial.
Un plano horizontal y ya:
Un plano horizontal ligero y blanco suspendido del techo. Un plano que ordena el espacio por su ubicación en planta y alzado, acotando y jerarquizando los distintos espacios. Y ya. A partir de esa lámina impoluta surge todo lo demás: mobiliario, iluminación y madera como cerramiento de los locales de servicio.
Más allá de ese plano, todo es ordenar. Se regulariza la parte interior del local, aprovechando ese mismo desorden formal para conseguir diferentes espacios vinculados a sus distintos udos, los cuales se encajan en el volumen existente según sus necesidades programáticas, atendiendo siempre a su grado de privacidad y consiguiendo así que, en lo que a la utilización del espacio resultante se refiere, acabe funcionando como un reloj.
Una vez ordenado el interior, esa segunda fachada que se genera allí donde termina el plano se vincula directamente a la primera, la propia del edificio, amoldando los huecos de ésta al resultado en planta del interior y generando al mismo tiempo un espacio dinámico relacionado directamente con la calle, un filtro vacío que une zona de trabajo y exterior.
Todo lo demás es responsabilidad del plano horizontal: dar escala a cada habitáculo, liberar ese filtro entre fachadas, ocultar instalaciones, iluminar natural y artificialmente, marcar recorridos y acotar usos.
Encajar un programa usando en su favor las bondades de un espacio acotado y tratar de minimizar las carencias del mismo. Algo que, así contado, parece la premisa de cualquier actuación sobre lo preexistente pero que, sobra aportar ejemplos, no siempre acaba cumpliéndose.
En definitiva, acabar resolviendo un proyecto con un gesto, con una línea y conseguir que este logro no se pierda en la inmensa maraña de la realidad constructiva. No distraer, no adornar, no esconder ni apabullar, tan solo resolver un espacio con lo mínimo y ser consecuente con ello. Yo me tomo este proyecto como una reivindicación de la sinceridad en torno al diseño de interiores, como uno de esos momentos de silencio que se agradecen sobremanera entre tanto ruido.
Autores:
Pereda Pérez Arquitectos > Carlos Pereda + Óscar Pérez
Cidoncha Lecumberri Arquitectos > Antonio Cidoncha + Jokin Lecumberri
Colaboradores:
Alejandro Maortua
Propiedad:
Sertecq
Contratista:
Proedina
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