Entrevista realizada por Raül Avilla y Joan Massagué, colaboradores de HIC. Parte 1 de 3
Fotografías: Joan Massagué
Tengo 48 años, Nací en Barcelona pero pasé parte de mi infancia en Francia y en Gran Bretaña.
Actúo actualmente como presidente de los tribunales de PFC en la EAR(, escuela pública de arquitectura de Reus, donde también doy clase de proyectos de 5º y llevo el Taller PFC. Recientemente fui Visiting Critic en Carleton (Canadá). Le he dedicado mucho esfuerzo a la poca obra que he edificado, nada extraordinario en un arquitecto. Estoy escribiendo mi tesis sobre Lewerentz y un libro de teoría: “Los Códigos Desplazables”. www.fredianiarquitectura.com
‘¿Estábais abajo hace 10 minutos, verdad?’ Nos pregunta sonriendo Arturo Frediani al abrir la puerta. Parece ser cierto que todo lo que sucede en el cruce de Diagonal con Sicilia pasa por el principal de la Casa Planells, donde tiene el estudio.
Momentos antes aprovechamos para observar con detalle la obra de Jujol. Los árboles deshojados nos permiten estudiar la fachada tranquilamente. Se trata de una arquitectura libre que recoge la regularidad del Eixample recreándose en la excepción que supone la irrupción de la Diagonal en la cuadrícula.
Ya en el dúplex y tras una breve visita, nos sentamos en la central de tres habitaciones contiguas, con tres puertas: una al recibidor y una a cada una de las habitaciones adyacentes, que invita a compartir usos y espacios de manera directa. Es una habitación pequeña, rectangular, con su lado menor dando a una fachada cuya ventana –casi de suelo a techo– es prácticamente de igual superficie que la planta y se vuelca sobre la calle. Bajo nuestros pies un mosaico –recuperado– que resume la fábula de la cigarra y la hormiga. Una ligera curvatura en el encuentro del techo con la pared disuelve los límites del plano vertical de la habitación. En el salón contiguo dicho plano se funde en ese fabuloso pilar con muchas más pretensiones que sostener la estructura de un edificio que se antoja frágil desde la calle. Dominando la proa de esa nave que mira la ciudad, su estudio, se sitúa la singular mesa de trabajo. Blanca, se adapta no sólo a la geometría espiral de la fachada sino también al abatimiento de las esbeltas ventanas de la galería, que erosionan su extradós confiriéndole su peculiar forma dentada. “La hicimos así para sacar el mayor partido del perímetro”, cuenta Frediani. Casi sin darnos cuenta, comenzábamos la entrevista.
Hic et Nunc. Aquí y ahora.
Es una parte de la realidad en la que vivimos, pero no es toda la realidad. Ni ahora ni en otras épocas la resolución de un problema se limita al “aquí y ahora”. Uno de nuestros peores errores es pensar que basta con reaccionar ante lo inmediato. Un rápido repaso a los periódicos sirve para ver hacia dónde conduce esa actitud. Para afrontar cualquier cuestión hay más anchura y profundidad. Llevo varios años trabajando sobre la ‘Hipótesis de los Códigos Desplazables’, una teoría basada en tres niveles superpuestos de análisis de la realidad. Uno de los pisos es, de hecho, el nivel fenomenológico, el ‘Hic et Nunc’, la base factual más inmediata. Aquí la información disponible de lo real está desplegada al máximo, con sus aciertos y con sus errores; con sus presencias y con sus ausencias; es el primer ámbito en el que trabajan la razón y la conciencia. El segundo nivel de dicha hipótesis aparece por desplazamiento del primero y se basa en la compresión de la información interesante de lo real, aquella porción que vale la pena nombrar y comunicar: lo que de manera muy genérica denominamos ‘la cultura’. Un nivel que nos permite estar hablando ahora y entendernos. En este nivel se sitúa también la educación en la escuela de arquitectura, la llamada “disciplina”, la parte de nuestro aprendizaje que garantiza un mínimo encuentro entre la arquitectura y el usuario. Por encima de éste y por debajo del primer nivel, cerrando un círculo que se va equilibrando de manera siempre dinámica, encontramos el piso “genético” un nivel incómodo para la razón y para cultura, difícil de detectar en un proyecto o en una crítica de arquitectura y que contiene valores muy persistentes y adaptativos: aquello que codifica a nuestros instintos. Aquí no quisiera que se me confundiera. Este nivel no tiene nada que ver con el discurso icónico todavía de moda en el que la forma arquitectónica surge directamente de la doble hélice de ADN. El ambiente –que predominantemente somos nosotros mismos actuando en sociedad– equilibra darwinistamente nuestras capacidades instintivas a lo largo de las generaciones. Cuando la cultura actúa como acelerador del cambio de las especies nos referimos al efecto Baldwin. Desde la “invención” de la arquitectura hace unos 700.000 años, y la de las ciudades hace ocho o 9.000 años, los humanos hemos ido reteniendo algunos factores epigenéticos que nos predisponen ante el paisaje e incluso ante el hecho urbano. Existen factores genéticos que nos hacen entender el ambiente de una manera y no de otra. Hoy se sabe que tenemos preferencia por ciertos paisajes convenientes para nuestra supervivencia. En “El instinto del arte” Denis Dutton desarrolla darwinistamente el tema de la afinidad humana por el arte y en un momento cita un artículo de Richard Conniff: “from Bauhaus to Golf Course” en el que se explica el experimento que demostró nuestra afinidad innata por cierto tipo de paisajes. De los campos de golf nos gusta su disposición narrativa, su verdor (promesa de supervivencia), con vegetación dispersa (posibilidad de control), un recorrido (comunicación conveniente) a ser posible, agua (recursos estratégicos)… y si además los vemos desde una cierta altura sentimos un gran bienestar (seguridad). Estos paisajes nos gustan más que paisajes desérticos o abigarrados como la selva, porque nos informan a un nivel que nuestro instinto es capaz de detectar, que estamos en un lugar seguro y tenemos el sustento asegurado.
En el plano urbano tampoco es casual, por ejemplo, que en las ciudades la planta baja sea el nivel de relación social: hay comercio, hay vida social, plazas y calles… y las viviendas se sitúan por encima. Podría ser al revés, pero consideramos ridículo preguntarnos porqué es así. Nuestros instintos, aquello relacionado con lo genético, aquello relacionado con lo que solemos considerar arquetípico, no necesita ser comunicado porque viene “de fábrica”. Todos compartimos esta información, no necesitamos hablar de ello y por eso no suele aflorar a la superficie.
Un comercio tendrá más probabilidades de sobrevivir en la planta baja que en otra distinta. Se acaba produciendo una adaptación del programa dentro de la ciudad.
El nivel del terreno prima sobre cualquier otro nivel como escenario de intercambio, como lugar para lo social. Las viviendas en planta baja empiezan a aparecer cuando abandonamos la densidad urbana, cuando no hay otras viviendas contiguas. A mayor densidad, mayor necesidad de “subir al árbol” de nuestros ancestros los primates. Del mismo modo podríamos hablar de la afinidad romántica por los paisajes en ruinas, paisajes donde el hombre ha hecho parte del trabajo pero luego ha abandonado. Los tres niveles de “Códigos Desplazables” influyen los unos sobre los otros, desde luego no son estancos, la información se desplaza constantemente de uno a otro buscando el equilibrio. Debido a esta forma de entender las cuestiones ambientales. el ‘aquí y ahora’ representa aproximadamente un tercio de lo que me interesa.
Hay una idea de esencia en todo esto. Las ruinas, aquello que ha sobrevivido de una arquitectura anterior, las encontramos y nos maravillan.
Cuando habéis llegado estaba ordenando las fotografías que hizo el arquitecto Sigurd Lewerentz en su viaje a Italia, allá por el 1908. En las ruinas hay dos vectores: por un lado son edificios que han perdido su uso y que ya no están habitados. En cierto modo han fracasado, se han separado de la vida. Pero por otro lado son edificios en la frontera, son una avanzadilla de la civilización. Hoy en día nos cuesta más entenderlo, pero hace sólo cien años el planeta era todavía un lugar por conocer. Durante los dos millones y medio de años de evolución del ser humano solamente hemos tenido 100 años de dominio completo del planeta. La ruina era algo así como una plaza vacante; una oportunidad para avanzar frente a la naturaleza. Ahora es más bien un rincón olvidado, un paisaje descatalogado. Las ruinas ya no son una oportunidad de supervivencia y por eso, dentro de varias generaciones, perderemos nuestra afinidad instintiva por ellas.
Supongo que es algo cíclico. Una ruina representa para los arquitectos una promesa de aquello que podría ser.
Con este comentario nos volvemos a situar en el nivel cultural. Es el que entendemos mejor y el que nos transmitimos. Todo lo tratamos de llevar al nivel cultural. Para controlar lo que decimos llevamos la información a aquel campo en el que nos sentimos más cómodos. Cuando un dato permanece activo durante varias generaciones se va fijando silenciosamente. Lo que llamamos “domesticar” (curiosamente convertir en doméstico, en casa, en arquitectura) es algo que no sólo hemos hecho con los animales. Hace 15.000 años no existía ni el cerdo ni el perro, sólo el jabalí y el lobo. En paralelo nos hemos domesticado a nosotros mismos. Y ello se refleja también en nuestro ajuste a la arquitectura. Nuestra adaptación innata a la manera cómo el hombre construye su entorno es un tema que intuímos, pero del que no hablamos. Quienes están empezando a explicarlo no son precisamente arquitectos, sino algunas ramas de la ciencia: psicología ambiental, genética, neurociencia; y de la filosofía, en particular la fenomenología. Los arquitectos estamos viendo pasar esta valiosa información por delante sin hacerle demasiado caso.
Enlace a la segunda parte de la entrevista >
Enlace a la tercera parte de la entrevista >
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